En mi último viaje a África, a Burkina Faso (tercer país más
pobre del mundo según ONU), hace menos de un mes, recapacitaba sobre la miseria
material, la espiritual, y otras insensateces. Y sobre cómo en distintas
latitudes, donde la ausencia de todo impera a sus anchas, los hombres, mujeres y
niños, responden de manera también diferente.
He tenido la desgracia de comprobar la más absoluta pobreza,
por ejemplo, en el subcontinente indio, y en el continente africano. Pero en ambos lugares
la relación de unos y otros habitantes ante ello es completamente distinta.
En India he visto siempre resignación, serena, ataráxica si
se quiere, pero en el fondo triste, una especie de espera inactiva a que llegue
el Nirvana y los redima o a que en la siguiente reencarnación les sonría la
fortuna.
En los quince países africanos que he recorrido en mi vida
he encontrado siempre una especie admirable y envidiable del gozo del hoy, de
lo que tienen y comparten, y por supuesto hasta de lo que no tienen y también
ponen en común. Regocijo por doquier en un permanente ambiente festivo y
celebrante. Los que nada tienen bailan, y así al menos tienen algo, alegría. Cómo
no enamorarme entonces ya desde hace un cuarto de siglo del continente africano
y las lecciones de vida que me da este paisaje esencial donde el júbilo convive
con la carencia absoluta de todo…
Véase la foto de Marga con un niño cuya única posesión era
una cuerda atada a la cintura. Nada más verla llegar se le acercó, la cogió de
las manos y se puso a bailar con ella riendo. No le pedía un caramelo, ni un
boli, ni una cefa, simplemente estaba divirtiéndose con la turista inundando todo
de felicidad en medio de la penuria más atroz.
En fin, si queréis tener una muestra de esa deliciosa
anímica y animista visión de la existencia os recomiendo ir a ver “Teranga”.