Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

20 enero 2014

19 de enero de 1979

Hace exactamente treinta y cinco años. Un 19 de enero de 1979. Era viernes, regresé del colegio. Aún me faltaban unos meses para cumplir los dieciséis. Me metí en mi habitación de La Ventilla en Madrid y me eché en la cama a escuchar “Songs of love and hate” de Leonard Cohen en un tocadiscos desastroso que había rescatado de la basura en casa de alguien. Afuera sólo se veía la oscuridad del barrio. En la contraportada del disco ponía: “They locked up a man / who wanted to rule the world. / The fools / they locked up the wrong man”. Aún lo pone.
En aquel momento, hace exactamente treinta y cinco años, cogí un cuaderno, escribí mi primer poema y mi vida entera cambió. Y para siempre. Yo lo intuía ya entonces, pero seguramente no he podido comprenderlo hasta hoy. Ahora que vuelvo a estar solo en otra habitación (a muy pocos metros de aquella casa de mis padres) y sigo escribiendo mientras Sthepen Stills canta ahora “In my life” de los Beatles en un equipo que compré en 1986 con el dinero de un premio literario y aún me acompaña. También compré una edición de 1716 de “Las tres musas últimas castellanas. Segunda cumbre del parnaso español, de don Francisco de Quevedo y Villegas, Caballero de la Orden de Santiago, Señor de Villa de la Torre de Juan Abad” cuyo segundo poema es el soneto “A la brevedad de la vida”: “Cómo de entre mis manos te resbalas, / oh, cómo te deslizas, vida mía…”.
Pues hoy, mi vida está repleta de ilusiones, libros, amigos y amor; también de decepciones, silencio, traición y desamor. Es plenitud. He escrito decenas de libros y publicado casi veinte aunque quienes los han leído seguramente se cuentan con los dedos de la mano de un manco. Pero he podido en algo honrar la labor de quien leyó mis primeros versos y me abrió los ojos a la literatura, mi profesor José María Torrijos. He cambiado de trabajos, fatigas y heterónimos, pero hoy sigo siendo el mismo que era. He recorrido un centenar de países y sin embargo recalo en esta habitación, tan cerca de aquella en la que comencé a escribir, que pareciera que nunca hubiera sido nómada, jamás me hubiera movido de este ventanal de sedentario tras el cual persiste la misma oscuridad casi del mismo barrio. Y yo aún escribo…
Decía Quevedo en el terceto final de su soneto: “…cualquier instante de esta vida humana / es un nuevo argumento que me advierte / cuán frágil es, cuán mísera, y cuán vana”. No eso lo que hoy siento, no, no es eso. Y por ello quiero trascribir aquí, con asumido sonrojo, aquel primer poema que inauguró la autenticidad de mi vida verdadera. Feliz por ser quien soy, con serenidad recordando quien he venido siendo, esperanzadoramente oteando a quien seré. Sigo escribiendo…


CANCIONES DE AMOR Y LLANTO

"Ella estaba allí.
Tan dulce como amarga,
cuando yo llegué.
Quizás estaba media loco,
pero creo que la amaba.
Yo era llama
y ella frío.
El agua era hielo en su mano,
y sólo entonces
comprendí lo que era amar
y odiar a un tiempo.
Mi camisa colgaba de una silla,
al lado de un radiador,
y, sin embargo, estaba helada,
porque un rastrojo helado
le había tocado.
Ella nunca me amó,
ni creo que amase
nunca a nadie.
Yo era llama
y ella frío.
Pero ahora también
me he vuelto duro,
como el agua se hace
hielo en su contacto.
Y quedé llorando amargamente
a la orilla de algún mar
que jamás existió.
Y ella seguía allí,
tan dulce como amarga,
y amargo fue el partir,
y la vida, y el sentir…”


(Madrid, enero, 1979)