Queridos amigos, os invito a transitar juntos mi blog.

Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven solo, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos junto a los árboles próximos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un bloque sólo de tu cuerpo...

(Fernando Pessoa)

17 junio 2012

Del buen uso de la lentitud, Pierre Sansot


Hace once o doce años leí un libro que ahora quiero compartir en esta sección de mi blog dedicada a señalar, en la noche de la urgencia de estos tiempos voraces, lecturas que no deberían desaparecer consumidas por mediocres novedades que se sobreponen a veces a los verdaderos tesoros de la literatura.

Entonces, en el turbulento (más bien turburápido) cambio de Milenio, habían empezado a proliferar ciertos libros de autoayuda y lecturas sobre la serenidad como contraposición, supongo, a los apocalípticos augurios milenaristas (convertidos pronto en mileuristas).

De entre esos libros destacó uno que se convirtió en “best-seller”. Y como suelo decir, en “best-forgetter”. Mejor olvidarlo, vamos, un texto prescindible, plano como el encefalograma de demasiados politicastros. Ese libro era “El primer trago de cerveza” de un tal Philippe Delerm de cincuenta años entonces que tal vez intuía que hay una verdad más grande que los hombres, pero no llegaba siquiera a entreverla en la bruma simple de sus propios párrafos.

Sin embargo, en la misma colección de la Ed. Tusquets (“Los 5 sentidos”), a continuación se publicó un libro esplendoroso, imprescindible, estremecedor. Como es natural dados los signos de los tiempos que vivimos o nos viven, ese libro pasó sin pena ni gloria, sin alcanzar una sola de las listas de más vendidos en España.

El libro se titulaba “Del buen uso de la lentitud” y lo firmaba Pierre Sansot, que lo había escrito con setenta años a las espaldas, espaldas cargadas de iluminación, de sabiduría.

El libro se convirtió en uno de mis textos de cabecera y corazonera y pese a no ser yo digno en absoluto de hablar de él sin mancillarlo quiero recomendároslo con esa sensación de felicidad que deja en el espíritu de uno compartir con otros un hallazgo inmerecido.

Pierre Sansot me enseñó en un momento esencial de las tsunámicas tumultuosidades de mi existencia la necesidad siempre de conservar otra vida posible, compatible también, por qué no, con esa pasión de vivir vehementemente para conocer y comprender en la acción.

Este libro se convirtió para mí en el símbolo del alejamiento de lo terrenal, el símbolo de la contemplación, de la “emboscadura”, pero libre de esa cierta soberbia de otros grandes, magníficos textos (como el extraordinario aunque ciertamente elitista “La emboscadura” de Ernest Junger, por ejemplo).

Con “Del buen uso de la lentitud” comprendí la navegación que podía decidir surcar en mi porvenir sin renunciar a quien había creído ser en mis primeros cuarenta años de vida, cuando sabía, diagnóstico mediante, que como el Dante en su Divina Comedia, me encontraba ya más allá de la mitad del viaje de mi vida. ¿En una selva oscura? Poco importaba al fin eso…

El libro de Sansot se abría con una cita de Pascal: “Toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber estar inactivos dentro de una habitación”. Cuando un sabio que ha sabido desentrañar multitud de enigmas de la existencia y la verdad como Pascal, hombre de infatigable actividad, matemático, físico, filósofo y escritor, que murió a los 39 años y dejó innumerables legajos enciclopédicos, nos lanza tal admonición y sabemos no sólo que es sincera sino que no le sumió a él en la pereza y la molicie sino en una feracidad asombrosa de la que hemos salido beneficiados sus lectores, debemos aprender humildemente su magistral lección.

Pierre Sansot comenzaba su libro al fin reconociendo una de las graves (si no mortales) afecciones de nuestros tiempos: la velocidad, la urgencia. “Los seres lentos no tenían buena reputación”, decía.

Cuando leí aquella primera frase me acordé de alguien que había sido yo mismo. Yo había pasado el año 1992 trabajando en Angola, con una intensidad nada desdeñable pero a un ritmo tan humano que cuando regresé a España todo me daba vértigo. Todo y todos iban demasiado deprisa. O era yo el que iba demasiado lento y, literalmente, las gentes me empujaban por la calle  y me pitaban en las autopistas, aunque yo intentaba no molestar a nadie. Lo que les irritaba era, creo, mi placidez, mi insultante gozo del tiempo. De alguna tienda a la que había entrado a comprar me echaron con cajas destempladas porque les debía parecer el monstruo de la ineficiencia…

De repente Sansot, en la segunda página de su libro me decía “A mis ojos, la lentitud era sinónimo de ternura, de respeto, de la gracia de la que los hombres y los elementos a veces son capaces… Los árboles centenarios cumplían su destino siglo tras siglo y tal lentitud era semejante a la eternidad”.

Y yo, que también a través de Jacques Brel ya no creía en dios pero sí en la ternura, quedé inmediatamente enamorado de aquel escritor, de aquel libro que devoré con la parsimonia del que puede pensar que hace algo por última vez. Y fui subrayando sus párrafos casi hasta la extenuación.

Escribo esto ahora mientras atardece en el jardín, el sol se desliza entre las hojas de las glicinias y muy bajito suena “If” de Michael Nyman y hay una armonía integral que transporta mi espíritu a un lugar donde están todos mis yos sonriendo por fin en “la ebriedad de superarse”, que dice Sansot, para quien su “lentitud no es un rasgo de carácter, sino una elección vital”. Dicho esto por alguien que tenía setenta años y apenas le quedaban siete de vida no es cosa desdeñable. Y él bien lo sabía, pues desvelaba esto: “Con la edad, muchos apresuran el paso. Se dan cuenta de que hay muchas cosas que ver, muchos platos que probar, muchos países que visitar, muchas existencias con las que codearse. ¿Cómo se explica semejante bulimia?... Esperan descubrir por fin sus pasiones. El pensamiento de la muerte les incita a no dejarlo para más tarde… Por indolencia, y también porque me parece improbable agotarlo todo, y porque me fue posible encontrar la felicidad allí donde yo la situaba, manifiesto menos gula y prisa… Sé lo que alejó de todo esto: la palabrería, la mezquindad, y en el fondo, ‘las vanidades’… Pienso que lo esencial no se apresa. ¿Quién soy? ¿Quién fui? ¿En qué circunstancias he hecho daño a mis semejantes?... Como apenas salgo de mi casa, atribuyen mi inmovilidad al cansancio y a una falta de curiosidad… No sospechan que emprenderé otro viaje que me llevará hasta la infancia. Mi pasado aún no ha adquirido forma. Aún tengo que recorrerlo, acabarlo, vivirlo con unos colores más vivos…”

El libro continuaba, y no se recreaba en un mundo ensoñado, utópico. Hablaba de nuestra realidad, incluso de cómo esa creciente velocidad nuestra había hecho que en apenas cuarenta días las divisiones acorazadas nazis recorrieran y ocuparan su Francia. Hablaba del hombre común que es y puede ser cada cual, sin necesidades concretas, sin tesoros ocultos. Incluso dudaba de lo que afirmaba y polemizaba consigo mismo. Y eso que en toda circunstancia comprendía que “tendremos que reconquistar pasa a paso la dulzura de vivir y se largará cuando, bajo el peso del desaliento, hayamos renunciado a la lucha”.

Hacía además una reivindicación de la expresión artística como la actividad no sólo más elevada del ser humano sino la que precisamente le otorga tal nombre: “Escribir, pintar, bailar, componer obras musicales, no para comprobar el propio talento o para decir al mundo o para ayudar a los semejantes a dar un sentido a su vida, sino para tratar de acercarse a uno mismo y no ‘desperdiciarse’ durante toda una existencia… Hay que hacer continuamente más viva y más eficaz la acción cultural, porque la cultura y la democracia no podrían estar disociadas. Un hombre libre es un individuo que toma conciencia de las necesidades que pesan sobre él e intenta contrarrestarlas para desarrollarse. La alienación por el trabajo no es lo único que obstaculiza el destino de una persona o de un país. La persona puede ser desposeída de sí misma en lo que concierne a su palabra, sus deseos, por toda clase de confiscaciones, de manipulaciones, por una ideología difusa de la que hay que apartarse. La cultura no es un lujo, una diversión –como con frecuencia se repite-, sino una tarea para ser uno mismo y para que los otros se conviertan en ellos mismos. No es solamente un conjunto de bienes de los que dispondremos para nuestro mayor contento. Nos compromete en un proceso de creación, sea para inventar por nosotros mismos, sea para acoger, dando el último toque, a lo que se nos propone…”

El último de sus capítulos (tras reclamar incluso una ciudad diferente, un urbanismo moroso) se titulaba “Nacimiento del día”. Toda una declaración de intenciones para quien, insisto, sabía no tener ya por delante sino apenas unos breves años de vida. Y en ese capítulo se desbordaba para ofrecernos un testigo que atesorar en la morosa carrera de relevos que para él parecía ser la vida. Yo, al menos, así lo sentí y lo siento en mí. “Para mí vivir es una suerte que pienso preservar mientras pueda. Presentarme como un ser vivo frente a la muerte sería el más hermoso de los finales. Me maravillo de ser un vidente y de que, de esa forma, el universo se me aparezca en su visibilidad, de ser un individuo que siente y, por lo tanto, de no permanecer insensible, y de que, al gozar de cinco sentidos y tal vez de más, algunas cosas multipliquen sus ofrendas a través de todos los poros de mi ser. Me alegro de poder descifrar sin esfuerzo las emociones, las alegrías y las iras de mis semejantes, y si me he perdido en la lectura de sus gestos, el malentendido que trato entonces de disipar, más que angustiarme, me divierte… La infinita diversidad de los rostros me llena de alegría… Mañana nacerá un nuevo día. Mañana volveré a convertirme en un vidente. Acercaré mis manos a las cosas. Haré girar la rueda de las estaciones: primavera, verano, otoño, invierno, da igual. Acompañaré la luz hasta su desaparición y a la noche hasta su desgarro. Vestiré este mundo harapiento con un atuendo real, o más  bien, conociendo mis verdaderos impulsos, le arrebataré algunos andrajos”.

En fin, vaya aquí esto que es, con todo mi corazón, un regalo que os hago a todos cuantos no conocieseis este libro indispensable y tal vez ahora salgáis a buscarlo para edificar, continuar edificando, con él, la arquitectura de vuestra propia existencia.

Algunos dirán que estos textos míos son demasiado largos para un blog, que nadie tiene tiempo ya para leer tanto en los tiempos que vivimos. Que lo importante son los mensajes que se pueden resumir en un centenar de caracteres. Que la verdad está en twitter. Yo sé que se equivocan. Porque pierden, desperdician su existencia en la urgencia creyendo, precisamente, hacer lo contrario, imaginando aprovecharla más. Una quimera. Porque lo que tocan no es la vida real, intensa, llena de emoción, sino apenas el frío resumen de lo vicario, jamás de lo auténtico.

Pierre Sansot no tuvo jamás esa prisa, esa urgencia homicida o suicida, sino la lentitud clarividente y sabia de quien, siete años antes de morir, cerró su libro así: “Mañana volveré a valorar la suerte de estar vivo todavía”.

12 junio 2012

Los Vencidos, de Ricardo Ruiz

Queridos amigos, os anuncio la aparición de otro poemario indispensable de nuestro gran poeta (y futuro Hazverso en 2013) Ricardo Ruiz (el tipo este que sale en la foto de aquí al lado con aspecto de imprescindible referente ético y moral para un mundo en naufragio urgente): "Los vencidos", Ed. Devenir.
Ricardo, una vez más, ha cuajado un libro sin concesiones del que yo particularmente me siento parte consustancial de cada una de sus palabras. Desde el título, inmejorable, hasta el colofón está repleto de contundencia, sabiduría, lirismo e imagen. Pocos son los escritores con el talento y la sensibilidad suficientes como para entender el mundo en que se vive (mundo público y peripecia privada, también) y transmitirlo en unos versos universales. Ricardo es uno de esos pocos escritores.
Libro de una contundencia poco frecuente y una contención abrumadora. En él es capaz Ricardo de incluir un poema que tiene un sólo verso aunque en ese verso incluye todos los que en la Historia se han escrito: "La vida no dura toda la vida".
Este libro ahonda en la espesura del viaje vital de Ricardo que empezó en "Kilómetros de nostalgia" (2000) y que pasando por "Tatuajes" (2002) y "Estación lactante" (2006) había desembocado en esa joya "El hombre crepuscular" (2009) (todos ellos en Devenir, afortunada editorial que cuenta con tamaño poeta). Y de ese periplo personal y compartido trasciende a la existencia de todos y cada uno de nosotros hoy y siempre.
Al fin y al cabo es éste un libro de y para los Vencidos que sin embargo no son derrotistas...

Me permito ahora trascribiros la presentación que del libro de Ricardo hizo Rodrigo Pérez Barredo el mes pasado en Burgos y que expresa mejor que yo sin duda el valor de este libro: Hoy estamos aquí para presentar un libro importante. Importante por muchos motivos. Los vencidos es esencia y resumen de toda una obra, de la trayectoria, me atrevo a decir impecable, de un poeta que es desde hace mucho tiempo imprescindible. Aunque este libro tal vez sea el más furioso, sin duda el más moral, encierra las coordenadas que han marcado su voz, los cimientos sobre los que el poeta ha sustentado su obra. Una obra que cautiva primero desde el lenguaje: este poeta se ha obsesionado tanto por su economía y desnudez, ha depurado tanto la expresión, la ha adelgazado con tanto talento que uno de sus grandes hallazgos, por inasible, ha sido el silencio. Es el suyo un lenguaje exacto, preciso. Quienes trabajamos con palabras sabemos que no hay forma más difícil de escribir que esa, con sencillez. Ricardo ha hecho de esa máxima su sello de estilo. Lleva años diciendo tanto con tan poco...

El poeta sabe, como Borges, que “sólo una cosa no hay: el olvido”. Y sólo hay una medicina contra el olvido, que es la memoria, pilar esencial en la obra de Ricardo. La memoria porque somos memoria; porque todo es memoria. Y la memoria es recorrer kilómetros de nostalgia. “Te quiero -dice el poeta- casi tanto como te recuerdo”. Y en ese cántico, que es tantas veces clamor, ya se asume la derrota de manera anticipada; y ya, desde el principio, con intachable dignidad, con admirable decencia. Ya es demasiado tarde, escribe Ricardo, para perder lo que nunca tuvimos. Demasiado tarde. Pero no lo dice un hombre vencido, no lo dice un poeta marcado con el estigma de un fracaso. Lo dice un hombre que se sabe mortal, que lleva siglos admitiendo que sólo se es pleno en el silencio; un hombre que lleva toda la vida habitando el vacío, acariciando las cosas innombrables, despojándose de todo para adentrarse desnudo en el mar de su destino.
Hay, a menudo, fatalismo en su discurso poético, un sentimiento de desposesión inevitable porque el tiempo es el enemigo, el que nos devora, el que nos van hurtando los sueños. La reflexión que sobre el paso del tiempo nos ha regalado Ricardo a lo largo de toda su obra es excepcional, y está tan medida, tan filtrada, que no puede evitarse el estremecimiento. Ha vertido en esa reflexión toda la angustia, una carga de existencialismo que, en tono elegíaco, deslumbra por su condición certera. Esa reflexión es un fogonazo en el que hay, decíamos, derrotismo, pero también asombro, perplejidad, desde luego incertidumbre, pero también resistencia. “Un día abrirás los ojos al invierno para comprobar que nadie te venció pero nunca ganaste la batalla”. Hay amargura también, pero también ternura. Tiene este poeta unos versos impagables que acreditan esta última afirmación. Con dedicatoria a su hijo Álvaro escribe: “En tus ojos saltan los peces del gran río de la vida”. Son versos demasiado hermosos para no intuir cuánto dolor hay tras ellos, cuánto de feliz lamento tienen, porque aquí el hombre se enfrenta a la fugacidad de la vida a partir del brillo poderoso que emite quien tiene todo el tiempo delante; alguien que es una extensión del primero, que es su carne, que tiene una parte de su alma.
Y llegamos al amor, un territorio expresivo que el poeta atraviesa siempre con apasionamiento, a pecho descubierto. Una evocación del amor que siempre está transida de sensualidad, donde el deseo palpita con el rugido de la sangre pero en la que también hay dolor, frustración, nostalgia. Por eso ruge, por eso se desliza -y recurro aquí a la terminología que siempre emplea al poeta- por los muslos de la vida, que ha sido filtrada a través de los labios del destino con boca, lengua y saliva, símbolos todos ellos que definen al poeta en esta intimidad. Hay evocación animal, puramente instintiva “Desnúdate, no perdamos tiempo hablando del amor”, escribe. También remembranza melancólica, definitiva: “Del amor regresas vencido, abandonado, enamorado. Tan lleno y tan vacío”. Amor acechado siempre por la condición azarosa de la vida y del tiempo; sometido a desgastes y trampas, ajado por la letra pequeña de los días, las urgencias, las miserias en las que tantas veces nos reconocemos. Pero amor con mayúsculas, amor de amante voraz que necesita ser amado con el mismo apetito. Y que añora con una voz antigua, que a veces es un grito, el deseo. Que clama desesperadamente contra la pasión que se extingue. “Con algo. Ámame. Al menos con tus ojos”.
Y está el hombre. Ese poeta que se enfrenta a sí mismo. A todos sus fantasmas. Un hombre que observa cuanto le rodea, que escruta la realidad de lo que es, de lo que somos, de la manera más pura y valiente, que es afrontándolo solo. Un poeta ante el vasto horizonte del futuro incierto. Un poeta en los límites del vacío, al que no agota el sufrimiento y explora en su ser, doliéndose. Un hombre consciente de su inmensa fragilidad. “Hay días que hasta la soledad me deja solo”, escribe en Los vencidos. Es un poeta escéptico, que rechaza toda contaminación, que se aferra al único asidero posible: la dignidad. Y que acepta lo que es aun cuando no sea como imaginaba. Un tipo solitario. Un lobo que aúlla. Muchas de las referencias icónicas de sus últimas obras son esclarecedoras a este respecto. El poeta se presenta solo en territorios reconocibles que beben de un cine y una literatura concretos para habitarlos como aquellos personajes desesperanzados, seres humanos que emanan piedad; que, como escribe el poeta, saben que” la vida es el aprendizaje de la despedida”.
Me gusta mucho mirar ahora a Ricardo. Es, definitivamente, un hombre tranquilo. En paz. Todo lo que es ya lo ha escrito. Todo lo que soñó un día. Todo lo que ha vivido. Es John Wayne mirando el horizonte en Centauros del desierto. Ese hombre que ha exorcizado sus demonios interiores desde la más profunda soledad. Que los ha combatido con honestidad y audacia, sin ningún temor al abismo, en una lucha cuerpo a cuerpo que le ha llenado de cicatrices; heridas que, él lo sabe, le morderán siempre, porque no se puede extinguir todo el dolor cuando se ha vivido furiosamente. Hoy es Ricardo un hombre que se está observando a sí mismo desde un lugar lejano. Es un poeta cuya voz no es sólo inconfundible, sino que es importante y necesaria, porque su eco trasciende y las palabras son zarpazos, disparos a la conciencia y al corazón de un tipo lúcido, descarnado y tierno a la vez. Terriblemente humano. Un hombre que tiembla. Pero también un hombre que se sigue muriendo por vivir.

Apenas para abrir la boca de vuestros espíritus y corazones, os transcribo tres poemas:

POEMA PRÓLOGO

Los vencidos duermen en las ramas de los árboles.
Los vencidos caminan sobre las aguas del desierto.
Los vencidos hablan verbos de silencio.
Los vencidos extirpan el corazón de los tiburones.
Los vencidos arrancan las alas de los cuervos.
Los vencidos regalan a las bestias su ternura.
Los vencidos arden en el fuego del paraíso.
Los vencidos juegan a la ruleta rusa de la felicidad.
Los vencidos dibujan sueños con la tinta de la noche.
Los vencidos construyen castillos de arena en las playas del infierno.
Los vencidos disparan balas cargadas de memoria.
Los vencidos bailan eb la cuerda floja de la vida.
Los vencidos esconden caramenlos en los bolsillos del corazón.
Los vencidos conservan la dignidad de la derrota.


En otra edad fui un hombre afortunado.
Amé la vida y la vida me amó en ocasiones.
Amé mujeres que también me amaron.
Bailé y canté hasta el amanecer de mis huesos.
Coleccioné sueños como los piratas tesoros.
Hoy soy el hombre cansado de jugarse la vida
a los dados esquivos de la felicidad,
de perseguir mi destino en busca de El Dorado.


Un día abrirás los ojos al invierno para comprobar
que tus hijos se han hecho a la mar
que la noche te agarra por el cuello
que el amor dejó de mirarte a los ojos
que en tu corazón sólo se oye el eco de un viejo tocadiscos
que el viento de la tarde arrastra tus sueños como frágiles hojas de otoño
que nadie te venció pero nunca ganaste la batalla.

Querido Ricardo, enhorabuena con toda mi envidia. Y por una vez, sin que sirva de precedente, envidia sana de quien se sabe hermano tuyo en esto de ser quienes somos. jaime alejandre

08 junio 2012

En el país del arte. Tres meses en Italia (Blasco Ibáñez)

Desde el proyecto Periscopio-Evohé, pretendemos entender las dudas, las ambigüedades, los claroscuros de los tiempos que vivimos, recurriendo a los libros de viaje de épocas pretéritas. Porque un viajero es un testigo del mundo con un rasgo esencial: no pretende contar más que su propia experiencia, lo que sus ojos ven, lo que le ofrece su vivencia directa e individual.
Queremos recuperar, como mediante un periscopio que emerge en el corazón del tiempo pasado, las voces de aquellos viajeros. Sus puntos de vista. Desde la pluralidad de caminos y caminantes. Frente a los que pretenden ver la realidad como el poder que unos ejercen sobre los otros, desde Periscopio-Evohé reivindicamos el valor del diálogo intelectual.
Así presentamos el tercer volumen de la colección. Tras un 2011 con Concha Espina (esa parada de Metro que fue candidata al Nobel de Literatura) y de Chaplin, este 2012 venimos con una cita obligada para cualquier persona amante de las letras españolas, Vicente Blasco Ibáñez, uno de esos escritores que la escuela franquista nos usurpó a los que tuvimos la desgracia de ser aleccionados en ella.
No podía ser menos. En esta España secularmente cainita sólo hay una cosa que se odie más que el éxito de los demás, la heterodoxia de los otros. Pero, ya dijo Giacomo Casanova que “el odio, a la larga, mata al desdichado que se complace en abonarlo”.
Por eso, quien ha perdurado no son los censores sino el maestro, aunque bien es cierto, que no con toda la rotunda notoriedad que su increíble figura merece (demasiado eclipsada por muchas penosas novedades de usar y tirar de hoy). He ahí el motivo de nuestra reedición (reedición que como señala Julio Castelló, editor literario de esta publicación, es la versión íntegra, recuperando dos capítulos que habían desparecido en ciertas ediciones).
Y ha perdurado Blasco porque fue un ser extraordinario en la más amplia acepción de la palabra, alguien fuera del orden o regla natural, fuera de lo común.
Escritor y político republicano, esto es implicado, comprometido con los más desfavorecidos. Qué tiempos aquellos en que la dedicación política de un intelectual era considerada un valor de ciudadanía, cuando hoy se denigra cuanto tiene que ver con la noble función de la política y se nos pretende estafar dejando el porvenir en manos de los tecnócratas que, por su propia naturaleza, sólo saben gestionar lo que fue, nunca lo que será.
Pues Blasco, precisamente por ese compromiso suyo no sólo fue diputado en diversas ocasiones sino que conoció el exilio y la cárcel. Justo en una de sus huidas de la persecución de sus compatriotas nacerá este libro que ahora presentará su editor literario, Julio Castelló. Y tan honesto fue siempre en su compromiso con la justicia que hasta echó por la borda su candidatura al Nobel de Literatura por no querer callar desde Francia sus críticas al Rey connivente con la Dictadura de Primo de Rivera. La España oficial pagó su honestidad impidiendo que se le diera el premio. Nada nuevo en este país que años antes había hecho lo mismo con Galdós. Si algo nos une en esta Iberia sanguínea es atacarnos a nosotros mismos. No contentos con impedirle el Nobel a Blasco, sus paisanos, con el Ayuntamiento a la cabeza, retiraron la placa que tenía dedicada y, por supuesto, persiguieron a su familia, una de cuyas hijas, nada es casual, se llamaba Libertad.
En este caso sólo la llegada de la II República pareció poder rescatar de la ignominia patria a nuestro escritor pero la vesania desenvuelta en la Guerra Civil hizo que su memoria fuera borrada, sus libros prohibidos, sus bienes incautados y hasta el lugar en el que se estaba erigiendo su mausoleo (obra de Benlliure, que se destruyó) se convirtió en un crematorio. Muy reconfortante.
Pero en fin, minucias para alguien como Blasco que se auto consideraba más hombre de acción que escritor y que sin embargo, hurtando horas a la molicie nos ofreció decenas de obras de una factura y un fondo impecables, redactó un programa de reformas urbanas de Valencia tan avanzado que aún hoy se aplica, se batió en duelo, mandó destruir la tirada completa de su obra “La voluntad de vivir” por estar descontento con ella, fue tiroteado una de las veces que fue elegido diputado, escribió por encargo una de las novelas más leídas del siglo XX (Los cuatro jinetes del Apocalipsis), fue corresponsal de Guerra al servicio de Francia, y hasta fundó dos ciudades en Argentina, Cervantes, que aún existe con 2.000 habitantes y Nueva Valencia, que, gracias a los procedimientos de regadío que él llevó, es todavía el granero arrocero de Argentina.
Concluyo, dijo Plinio el Joven a Tácito “si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas que sean dignas de ser leídas”. Blasco honró para la posteridad estas dos recomendaciones de Plinio siendo genial y excesivo tanto en su vida como en su obra. (Jaime Alejandre)

Cerraba la noche. En el profundo surco que abría el buque, orlando de rebullentes espumas sus férreos costados, brillaban como peces rojos o verdes los destellos de las linternas de babor y estribor; y arriba, en lo más alto del trinquete, cabeceaba el farol blanco, como saludando a las estrellas que titilaban en el horizonte por encima de la densa barrera de nieblas.
Es el Mediterráneo el mar de los recuerdos. No puede pensarse sin profunda emoción que las mismas aguas que nos mecen son las que un día se abrieron por vez primera ante el cóncavo vientre de las naves fenicias, que llevaban en su seno, bajo las velas de púrpura, la civilización y la vida al Occidente europeo; las que, rodeando con espumas y peces voladores la esbelta birreme griega, hicieron soñar al navegante poeta con las sirenas, los tritones y la Venus esplendorosa de belleza y seducción, creando el más hermoso de los cultos; las que presenciaron los sangrientos abordajes y el cruzar de férreos espolones entre cartagineses y romanos; y las que siglos después fueron testigos de la heroicidad aragonesa, sufriendo el peso de nuestras invencibles galeras, lamiendo, mansas, los férreos escudos de los almogávares que empavesaban sus bordas, y reflejando el trono indestructible de Roger de Lauria, aquel alcázar de popa, desde el cual el gran almirante de Aragón, soberbio y tenaz como nuestra raza, juraba que los peces no surcarían el Mediterráneo sin ostentar sobre el lomo, como símbolo de sumisión, las cuatro barras de sangre.

Pensaba en las pasadas grandezas de la patria chica, en aquel reino de Aragón, plantel de sabios y caudillos, pueblo grandioso que no cabía dentro de su hogar y se desparramó hacia Oriente, enseñoreándose del Mediterráneo, de Italia y de Grecia; en aquellos almogávares fieros que, semejantes a la guardia vieja de Bonaparte, pasearon triunfantes por remotos países, plantando sobre el Etna el pendón aragonés que había sembrado el pavor en la morisma valenciana, o afilando en Atenas, sobre las caídas columnas del Partenón, aquellas cortas espadas incansables y jamás vencidas, que como emblema de feroz acometividad, anunciando por anticipado el golpe, tenían grabado el desvergonzado mote: «¡Fot-li, fot-li!». (De "En el país del arte. Tres meses en Italia", Blasco Ibáñez, Ed. Evohé-Periscopio)

04 junio 2012

Presentación novedad del Periscopio

Queridos amigos, os adjunto invitación para la presentación del tercer volumen de la colección de libros de viajes (recuperados del olvido) de El Periscopio-Evohé...


Os esperamos, salud, jaime alejandre